lunes, 28 de mayo de 2012

LOS SECRETOS DE LA VIDA NO ESTAN FUERA DE NUESTRO ALCANCE


En mi vida, mis grandes maestros fueron todos los hombres que conquisté, todas las personas que amé, todas las mujeres que conocí, y cada parte de cada ár­bol que encontré en mi travesía. Todos ellos me ense­ñaron a hacer una pausa más adelante en mi vida, y comprender que Dios se embellece en una hoja, y que los secretos de la vida no son tan profundos como para que los hombres y las mujeres comunes no sean capa­ces de percibirlos. Están allí mismo, en el árbol joven que crece a la sombra del más grande esforzándose por alcanzar la luz.
Están allí, en los peces que emprenden el camino de regreso a sus nidos para asegurar la super­vivencia de sus crías, para que ellos también un día puedan ser parte del espíritu de Dios en la materia. Están allí, cuando observas la travesía del humilde es­carabajo, que recorre el traicionero camino de los de­predadores y encuentra suficiente alimento que llevar a su refugio para poder subsistir; o cuando observas las aves acuáticas posarse sobre ríos de esmeralda entre los juncos que crujen, y las observas mientras eligen a sus parejas, es algo muy especial, y ves cómo entregan su vida para construir sus nidos y se pasan largas horas atendiendo el huevo, el huevo sagrado, para engen­drar a las crías y cuidarlas desinteresadamente. ¿No es eso Dios? Esa es una gran enseñanza.

Cuando nos volvemos conscientes de que somos Dios, vemos la vida de manera diferente. La mayoría de vosotros aún se debate en el río turbulento de la humanidad. Todavía estás atrapado en las contrarie­dades de tu pasado, en las heridas de tu cuerpo, en tus redes neuronales. Estás intentado cruzar al otro lado, pero tienes tanto miedo de resultar herido, o de per­derte alguna otra cosa, que te refrenas. Estás atrapado en las contrariedades de cruzar este río.

Contemplemos esto entonces. Cuando no sabemos que somos Dios, sabemos una sola cosa; que somos se­res humanos. Ese saber es tan común que aún no he­mos alcanzado la asombrosa comprensión de que cuan­do sabemos que es eso lo que somos, no es de extrañar, entonces, que seamos parte de las contrariedades de la vida que rasgan la carne y se enganchan a ella, que seamos parte de una vida tan sobrecargada por la car­ne que tenemos miedo de cruzar el río.

El aspecto iluminador de esto es, por supuesto, que nosotros le hemos dado poder a lo que pensamos que somos. Os he observado hace 35.000 y os he observa­do hace poco, pues, tal como se ve, cada instante es propicio al cambio. No hay nada establecido, excepto lo que la divinidad puede establecer para el ignorante, y sólo puede establecerlo conforme al ignorante. La divinidad nunca ha sido capaz de establecer lo divino para la divinidad.
Te he observado y contemplado, porque cuando no sabes que te observan eres más auténtico. Entonces sé qué clase de estudiante tengo, sé cuál es el poten­cial que estás colapsando y qué es lo que realmente deseas vivir. Sé cuál es tu naturaleza común. Esa es la elección más poderosa, pues significa que Dios debe fluir a través de esa naturaleza común del ser humano. Observo cómo todos los días pasas por alto grandes enseñanzas. ¿Y sabes por qué las pasas por alto? Porque jamás las ves. ¿Sabes qué vez? Ves tu cuerpo, tu rostro. Ves lo esbelto o lo gordo que está tu cuerpo. Piensas en comer, en dormir y en copular. Piensas en la ropa. Piensas en todas estas cosas.

Lo que eso me dice, en simples palabras humanas, es que has elegido ver sólo lo que favorece a tu cuerpo. Y eso me dice —y así es— que has ignorado a tu Dios. Todos los días al despertarte, tu elección es o ver el cuerpo y su personalidad o ver al Dios.

Hay unos pocos de vosotros —y nos sobran los de­dos de una mano para contarlos— que están apren­diendo a ver a Dios a diario y comúnmente. Eso significa que para ellos cada día es una lección. Las lecciones no tienen por qué ser difíciles; las lecciones pueden ser maravillosamente asombrosas. Asombrar­se es una experiencia placentera. Estar cautivado por algo tan simple y a la vez ser capaz de ver su mecanis­mo es una experiencia asombrosa. Sois muy pocos los que habéis asumido la naturaleza común de ver lo que sois, lo que queréis ser, Dios. ¿Cómo vemos a Dios en su forma más elevada, más pura y más directa? En la naturaleza, y cuando te levantas y das un paseo y miras a tu alrededor, encuentras regocijo en la luz matinal.
Algunos de vosotros no os regocijáis en la luz ma­tinal porque está lloviendo, pero eso es tu humanidad.
Quiero que lo sepas. Tu humanidad no se regocija en nada que sea molesto, pero tu Dios se regocija en la lluvia, porque es el agua de la vida; nutre la tierra. ¿Y cuándo podrías decir que hay demasiada? Nunca será suficiente.

En el instante que se despiertan, ellos inhalan el aliento de vida y se regocijan en su vitalidad. Si lo que somos refleja exactamente lo que hay en nuestra vida, entonces, ¿qué eres tú? Eres una persona que en el pen­samiento común no necesita que se le recuerde, no necesita ir a mirar una nota que diga: «Hoy observa la naturaleza; allí verás a Dios»; una persona que no ne­cesita hacer eso, que se despierta y ve que ahora es una entidad que ha elegido simplemente verse a sí misma conectada a todo en vez de aislada en una forma hu­mana.
Sin embargo, esta es la paradoja: la entidad que descubre las lecciones de la naturaleza se convierte en un amante de la naturaleza. Sólo observamos aquello que verdaderamente amamos u odiamos. Y la entidad que observa la naturaleza, se observa a sí misma — ¡qué hermoso!—, porque en ese momento es la unión de la totalidad. Eso es un maestro que se está forman do, lo está haciendo silenciosamente. Esa entidad entonces, vivirá una realidad diferente a la realidad de la entidad humana, porque esa entidad puede cruzar el río y caminará sobre el agua, pues es el agua. El ser humano se acercará al agua y dirá: «Te ordeno que te quedes quieta y yo construiré un puente para cruzar­te». La peculiaridad de los seres humanos es que todo lo hacen para la gloria de su propio yo. Pero ¿quién es el yo al que están glorificando? El humano, la perso­nalidad: «Puedo construirlo mejor y más grande».

Igual que mi ejército alrededor del gran árbol, el Señor del Bosque. Les pedí que me contestaran: «¿Qué sabe este árbol que vosotros no sabéis?» No podían contestar esa pregunta, pues eran guerreros. ¿Cómo podía intimidarlos un ser tan obviamente gigantesco? ¿Cómo esa cosa podía saber más que ellos? Como su ego alterado se interpuso en el camino, no pudieron hallar la respuesta, y sin embargo, estaba delante de sus ojos; ni siquiera podían verla. Eso es lo que tú eres; así es como eres.

—Este árbol no sabe morir; sólo vosotros sabéis hacer eso. Este árbol estará vivo cuando las generacio­nes de los descendientes de vuestros descendientes que aún no han nacido vivan aquí.—Pero, Señor, podemos derribar este árbol en un instante.
—No en un instante; os hará falta más de un ins­tante para extirpar el corazón de este árbol. Y eso es verdad. Podéis hacerlo, pero esa es la diferencia entre el árbol y vosotros: vosotros sabéis morir; él no.

RAMTHA

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